domingo, 12 de junio de 2011

El último día

A la distancia se escucha el canto del gallo. Son las 4 de la mañana. Otra vez se despertó mucho antes del amanecer. Es una húmeda y especialmente helada mañana de enero. Siempre le ha costado trabajo entender por qué, golpes que se dio hace tantos años, vuelven a doler. Sobre todo al amanecer. Sobre todo con el frío. La vejez es una enorme colección de experiencias, pero también una gran colección de achaques.

El eco del gallo dura unos segundos. Los ruidos de la carretera distante es lo que opaca el poco natural silencio con el que amanecieron hoy —Está todo muy callado ¿no crees? —Ella no contestó. A estas edades el sueño es un caprichoso, que lo mismo te pone a roncar en la sala si te dan 5 minutos de quietud, que se desaparece por completo cuando todavía faltan muchas horas sin luz. Decidió entonces dejarla dormir otro rato, aunque a los pocos minutos se dio cuenta que esas pláticas de madrugada eran los momentos románticos que aún les quedaban. Por alguna causa, la luz del sol, o el estar levantados, los hacían pasar el día como par de chiquillos renegando y peleando. Era algo tan tonto, que hasta sus nietos más pequeños se reían de verlos discutir.

Un arranque de cariño, o tal vez sólo la costumbre: lo impulsó a revisarla que estuviera bien cobijada antes de abrazarla por la espalda. Al hacerlo, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aún sin recapacitar, o quizás tratando de ignorar lo que su mente le gritaba: trató de entrelazar sus dedos con los de ella, ahora demasiado rígidos. En una reacción de esas que no sabes con qué objeto se hacen: apretó su cuerpo contra el de ella, en un abrazo que le dolió en el pecho. Si gritó o no: fue algo que se ahogó en la silencio de la madrugada, en el silencio de su soledad.

En su mente la volvió a ver, y sonreía al paso de los recuerdos. Sonreía, mientras los ojos se le volvían agua. Volvió a ver a la chiquilla que conoció recién cumplidos los 16. Casi podía tocar su pelo moviéndose al viento, y esa mirada que nunca cambió, aún al paso de unos kilos de más en su juventud, y unos kilos de menos en sus últimos años, aún y fueran sólo esas cositas oscuras que se asomaban detrás de sus párpados sobrepoblados de arrugas. La volvió a ver hermosa con su vestido blanco; esa niña que le fue entregada de sólo 19. La volvió a ver jugando con cada uno de sus hijos mientras les cambiaba pañales. La volvió a ver reír, y la vio también llorar. Muchas de esas lágrimas y risas causadas por él. Muchísimas otras compartidas con él. En su mente la volvió a ver, y sonreía al paso de los recuerdos. Sonreía, mientras los ojos se le volvían agua.

Limpió la humedad que le acababa de dejar en su fría espalda y se enjugó los ojos por última vez con su pelo. La inercia lo levantó de la cama, había muchas cosas qué hacer, muchas llamadas, preparativos. Entonces; lo volvió a entender. Se sentó a su lado y volvió a llorar. Esta vez se recostó frente a ella y acariciaba su pelo, sus ojos, sus labios, su cara toda. Cara que muchas veces le quitó el sueño, cara que muchas veces lo miró con ternura. Cara una vez hermosa, otrora regordeta, ahora enjuta, sólo arrugas de piel extendida sobre huesos. Aún así, la cara que le iba a hacer falta el resto de sus amaneceres, el resto de reuniones familiares, el resto de la vida…

Entendió que no había prisa. Sin saberlo; por su boca volvieron a pasar palabras que alguna vez la convencieron de darle otra oportunidad, de no dar la vuelta e irse para siempre, palabras que provocaron el abrazo o el beso. Ella seguía recostada en la cama, aunque en realidad: hacía horas que ya no estaba.

Entendió que no había prisa. Después de mucho rato; se levantó y comenzó a buscar su vestido preferido, y lo consultaba con ella ¿Quieres medias? ¿Quieres que te ponga tu collar? ¿Cuáles zapatos te vas a llevar? A veces con la mirada hacia su cuerpo, a veces hacia la fotografía de los 2, a veces hacia el cielo, a veces hacia la silla, o a su lado; pero comenzó un diálogo que no terminaría sólo porque ella ya no contestaba. Un diálogo que le daría razón de ser durante el resto de sus días.

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